Cada vez que regresan con vida al cuartel, luego de atender una emergencia, los hombres y mujeres de casacas refractarias pronuncian el mismo refrán, como un ritual: “Diosito también es bombero”. Carlos Osorio, de 27 años, lo admite y luego sus compañeros asienten en la sala de descanso, en la planta baja del Cuartel de Bomberos de la av. Veintimilla y Reina Victoria, en La Mariscal. En esa sala los minutos parecen interminables. Llega la noche y los uniformados sonríen con las escenas de la novela ‘Nuevo Rico, Nuevo Pobre’, que se proyecta por un viejo televisor a color. Allí esperan a que suenen las alarmas, que en estos días anunciaron inundaciones, deslaves y caídas de árboles a causa de
los aguaceros. Pese a las paredes corroídas y los sillones vetustos, el espacio es acogedor para Aníbal Chuquimarca. El suboficial lleva 15 años de profesión y mira al televisor. “Descansamos, pero si nos llaman, salimos en menos de dos minutos”. Un sirenazo significa incendio, dos equivalen a deslaves y derrumbes y cuatro a inundaciones. Esos códigos se respetan en 17 estaciones de Bomberos de la urbe. Durante el actual invierno, entre octubre y ayer, los 130 casacas rojas de Quito atendieron 132 emergencias por las lluvias. Marco Dávila acudió el martes a un deslave en la autopista General Rumiñahui , en la vía a Los Chillos. El miedo por la caída de tres árboles le hizo pensar en sus hijas: Samantha, Fernanda y Solange. “No saben el peligro al que estoy expuesto, pero soy su héroe”, afirma el hombre que lleva 13 años de carrera. Agrega que al salir de su casa nunca sabe si regresará con vida. “Eso aprendí de mi padre, que fue casaca roja. Se jubiló”. La fe acompaña a los casacas rojas. Uno de los pasillos de la Estación 1 de Quito conduce a una capilla. Con velas a medio consumir, allí se reza a Jesús del Gran Poder. “Desde que soy bombero les pido la bendición a mis padres”, dice Osorio. Él recuerda que su primer juguete fue un camión de bomberos. “Desde ese día supe que esta sería mi profesión”. Por la noche, el uniformado, junto a otros 16 bomberos, forma en el patio para el parte de retreta. En medio de un chubasco y un frío penetrante, la voz del subteniente Christian Navarrete retumba: “¿Qué espera la ciudadanía de nosotros?”. Los bomberos gritan al unísono: “Que trabajemos... para salvaguardar los intereses de la ciudad y del Ecuador”. Los 17 efectivos del pelotón cumplen 24 horas de turno, antes de salir dos días de descanso. Luego, la jornada transcurre entre bromas y risas. “Quién quiere arroz con huevo”, pregunta a sus compañeros Tania Díaz, bombera desde hace cuatro años. “Descubrí que el fuego es mi amigo”. Según la joven de 24 años, es difícil contener el llanto cuando un familiar sufre por una pérdida. En eso coincide Diana Dávila, su mejor amiga. Ella halló el amor entre alarmas y emergencias. Su esposo, Alexis Mena, es bombero y trabaja en El Tingo. “Hablamos para desearnos suerte”. Freddy Alvarado siente orgullo de su oficio. No olvida cuando su hijo de 5 años llegó por sorpresa a la estación, en un recorrido escolar. “Él se emocionó tanto”, dice el hombre, quien no pudo acercarse por el régimen militar que se aplica. “En otra ocasión le hice conocer la autobomba que conduzco”.

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